lunes, 30 de marzo de 2009

Deconstrucción de una carrera. "Calatrava Extreme en Bolaños". No podían pasar más cosas.

Y finalmente, me monto en la grúa de donde una bocanada de aire caliente me arropa para recuperarme camino a casa. Fue el coche o fue mi desorganización, la señalización escasa o un desaire al riesgo, fue... En definitiva, tras la grúa quedaba el charco de aceite limpio que se escapó por la gran grieta del cárter, esas piezas que a veces no resisten el envite de un resalto sólido y tenaz. Al menos el coche había llegado al pueblo siguiente en mi viaje de vuelta tras la carrera. No me gustó el humo que salía del motor pero ahí estaba. Yo helado de frío paradójicamente, parado en la cuneta de una circunvalación vívida, con las mallas y el paravientos anegados por el sudor de la prueba. El viento haciendo bromas de gusto extraño con mi espalda, machacada por los sinsentidos de la temperatura que ha tenido que soportar una mañana entera. Mi espalda está tremendamente irascible y empapada, reposando, eso sí, en el asiento del coche. Se cuela el frío por algún lugar o emana de mis calcetines mojados que decido retirar para salvar a los pocos dedos en los que siento aún cierto tipo de impactos. Los dedos de las manos aún no me han empezado a doler lo que me dolerían más tarde ni lo que me dolieron más temprano. Almagro era el pueblo donde me encontraba. Bolaños del que venía, donde se quedó el cárter, donde empezó la carrera, donde terminó la carrera, donde los corredores pasaban de estado líquido a estado sólido por la sensación térmica, decidida a conquistar un picado de profundo final sin importar cuantas histerias pudiese despertar. Frío, desvergonzado y cobarde frío que siempre llegas pro detrás... De Bolaños salí tras la prueba con el coche hacia Ciudad Real sabiendo que no funcionada bien el vehículo tras semejante aterrizaje. Lo tenía aparcado junto a la meta. Allí me despedía de los compañeros mientras metía la bici completamente embadurnada de La Mancha en la parte del coche donde otros menesteres suelen realizarse. No fue casualidad que le colgasen témpanos de barro a mi bici y a todas sus compañeras. El día ha sido absolutamente terrible. En ningún momento del invierno ni de los inviernos anteriores he sufrido por la temperatura como hoy. Yo y tantos otros. Ver los coches en la meta, y la meta en sí, fue un alivio más que una satisfacción. Yo esperando a un compañero para entrar juntos, pues este tramo hasta la meta última no era competición, la cuál hacía un rato que habíamos terminado. Ese trayecto más tranquilo al final de la prueba con mis compañeros y con los otros ciclistas ha sido prácticamente un paseo de 12 km. desde el último avituallamiento en la montaña hasta el pueblo. Un descenso tranquilo y amistoso, exposición de bicicletas, preciosas, ahora cubiertas por capas de barro de distinto grosor en función de las caidas de cada uno. Es bonito y curioso ver cómo después de la competición las personas nos quedamos mejor con la cara de las personas, de determinadas personas, normalmente aquellas con las que te has estado pegando por los caminos con la sencilla intención de arañar un puesto, de sentarte en un trono mayor entre los compadres de la provincia. Ese descenso lo hice hablando con el que había quedado en el puesto 12. Alto como yo, un poquito mayor, sin ropa de ninguna peña, buena bici, menos entrenamiento que yo. Me alegraba por él pero me cabreaba mucho por mí. Un poco de sol quería ahora acompañarnos durante el descenso final, pero hasta el último avituallamiento, cualquier vestigio del sol era simplemente una narración mitológica. En ese avituallamiento, hecho en la montaña justo al acabar el tramo de competición, muchos hemos sufrido más que demasiado. No es difícil imaginar la cantidad de sudor que empapa a las personas que durante 45 minutos han estado haciendo un esfuerzo al máximo de sus posibilidades. Pues con esa cantidad respectable de líquido aún sin evacuar por culpa de la humedad del ambiente y la baja temperatura, hubimos de parar a comer 30 minutos y a esperar a las personas que habían quedado atrás en la competición. Mi garganta empezó a quejarse en forma de tosido desesperado y mi culotte no quiso desprenderse del líquido que me cubría de la cintura a las rodillas. Parecía llanamente que me había orinado encima y era la única persona que estaba así. Conclusión, mi cullote no sirve para quitarse la humedad de encima como debiera. Un bocadillo y su bebida isotónica correspondiente no tenían la suficiente envergadura para combatir las ráfagas de aire polar que circulaban por la sierra sin miramientos. La sierra donde estaba la meta de la competición, simbólicamente, quizás, bajo las aspas de un molino de viento erigido en una de las cumbres. Hasta ahí, 12 km de recorrido de competición de los cuales la gran mayoría se realizaban ascenciendo la sierra. Una sierra no demasiado imponente, pero sin perder sus atributos en ninguna parte del trayecto. Asimilé más o menos bien llegar en el puesto 17. No porque hubiese más de 100 personas, muchas no eran competidores en realidad, sino que, simplemente, encontré rápido la excusa para explicar mi fracaso. Mantuve la posición casi la última mitad de la prueba excepto por una persona que me pasó. Los de atrás, bastante alejados. He de decir que, una vez situado en el grupo de cabeza, no realicé ni un adelantamiento, todas las personas me pasaron a mí. Pasé de ser el cuarto a pie de puerto, a llegar el 17. Sí, antes de llegar aguantaba bien, pero en las cuestas pegué el reventón. Un ritmo demasiado alto ese día. Simplemente coger el ritmo y a tirar. Pero me pasaron, con el reventón, 13 personas. Caminos estrechos, muchas piedras, bajadas preciosas entre la jara y pasando grandes charcos, orgulloso de una bici de la que me voy a desprender. El recorrido fue precioso, pero las piernas no daban más de sí. El objetivo a mitad de carrera, que no me metiesen mucho tiempo los que me habían pasado y que no me cogiese ninguno más. Se puede decir que lo conseguí, pero no se parecía en absoluto al objetivo para el que competía: llegar de los 5 primeros. Creo que poco tuvo que ver con esto el frío intenso de los 30 km anteriores. Y quizás no fuese determinante la desastrosa elección de la ropa y la alimentación (sin protección para el frío ni en las manos ni en los pies, con un paravientos impermeable que no transpiraba y que me hizo sudar hasta el extremo, sin pañuelo para evitar que el sudor se metiese en los ojos, sin bebida isotónica, con un desayuno una hora antes de la prueba, sin café). He mirado varias páginas de internet en las que hablan de la alimentación antes de la carrera, y aún no he encontrado la contribución al rendimiento de las migas, las gachas, la carne de matanza, las torrijas, la caldereta, el asadillo, la bollería y esas cosas en las que consistió mi dieta del fin de semana. El hecho de haber dormido 5 horas el viernes y 6 el sábado creo que no ha contribuido a que los músculos se relajen adecuadamente, pero ¡quien se pierde un finde manchego con los colegas de Madrid! El finde que viene veremos hasta qué punto la dieta y el descanso pueden realmente fastidiar una carrera. Quizás simplemente no haya entrenado bien.

Green Andalus Reduced. Capítulo 2: Antes de lo peor nos salvan la vida.

Suena el despertador. Vuelve a sonar y nos vamos despertando. Son las 7:30 y estamos en la habitación del hotel en Martos preparados para empezar una jornada larga en la que el principal aliciente del día será ver una cueva de murciélagos en Zuheros que es famosa en la zona. Marcos se ducha de nuevo por la mañana y yo aprovecho para estirar un poco. Anoche lavamos la ropa en la habitación y la pusimos a secar. Por suerte, está seca. Bajamos a recoger las bicis y a desayunar. Unas tostadas con aceite y tomate, con mantequilla y mermelada, café y andando. A las 9:00 aproximadamente estamos andado. Salimos a la vía verde que por fin habíamos encontrado la noche anterior. Antes, nos sellan el pasaporte de las vías verdes en el polideportivo de Martos. La elección de la ropa es algo importante como se demostraría el último día. Anoche nos pusimos un paravientos gordo para soportar el frescor de la noche jiennense, pero esta mañana, con el sol ya mostrando todas sus imperfecciones, yo opté por el paravientos fino arriba y el culotte corto abajo. El primer punto kilométrico que vimos fue el 25 me parece. De allí a nuestro objetivo, la cueva de los murciélagos, había 50 kilómetros. El plan original para hoy era el siguiente: salir de Alcaudete (primera cagada porque no habíamos llegado), 25 km más adelante parar para ver la cueva de los murciélagos, continuar otros 35 kilómetros para terminar la vía verde dela Subbética, volver a Alcaudete (otros 60 km) y desde allí bajar 15 km hasta Castillo de Locubín. En total, 135 km. El problema es que ahora teníamos que hacer 25 km más porque no habíamos llegado a Alcaudete. Como íbamos justos de tiempo, empezamos a rascarle un poquito a la bici por la mañana. Tomamos consciencia de lo que nos queda y decidimos coger un ritmo más normal que nos permita terminar la jornada sin vomitar. No hay muchas cosas destacables a lo largo de los 50 km que tuvimos que hacer hasta Zuheros. Pasamos por varios cortados preciosos por los que bajaban riachuelos y cruzamos varios viaductos tremendos a cientos de metros del suelo. Desde ellos se veía un paisaje espectacular con montañas jóvenes terminadas en picos y vestidas de olivos hasta sus últimas consecuencias. Probablemente el paisaje fuese mucho más atractivo antes de que se infectaran de olivares cada una de las montañas que pudimos ver ese día, pero eso era lo que se presentaba de aquí al final de la jornada. Llegando a Zuheros, encontramos el pueblo de Luque. Es un conjunto de casas blancas construidas en un risco empinadísimo, al que se accede a través de unas curvas de herradura que marcan el cuerpo del pueblo, zigzageante. Por suerte no tuvimos que ascender ya que quedaba a la izquierda de la vía verde, pero 5 km más adelante teníamos Zuheros. Hay algo que diferencia a Zuheros de Luque. No es el hecho de que estén construidos en lo alto de una montaña de aristas, en la vertiente más inclinada de un monte que sube hacia arriba como una navaja que queda pinchada en el suelo por la parte posterior. Esa característica es común a los dos pueblos. El blanco de las casas es también algo que los hace hermanos, como vivir en la umbría de la sierra. Sin embargo, dos detalles al menos los hacen inconfundibles. El primero es que el paisaje a partir de Zuheros cambia radicalmente. De repente, como si hubiese un acuerdo con la naturaleza, el olivar deja cierto espacio a flora autóctona que adorna salientes preciosos ornamentando la vía verde y que a su vez la encierran en pasillos de rocas por las que brota el agua espontáneamente generando regueros de líquenes y musgos que viven gracias a esa particularidad natural. La segunda característica nos la comentó la chica de información y turismo de Zuheros, oficina situada en la misma vía verde, la cual estaba a unos 2 km del Pueblo. Le preguntamos si nos da tiempo a ver la cueva de los murciélagos. Eran las 12:00 y a las 12:30 teníamos reservada la entrada. La chica no duda en la respuesta, dice que no. A mí me extraña porque estoy viendo el pueblo a la vuelta de la esquina (aunque tirando para arriba) y no veo que haya que tardar tanto. Sin embargo, la cueva no está en las pendientes que suben al pueblo. Tampoco está a nivel del pueblo la mencionada cueva. La cueva parece estar en lo alto del risco en el que se encuentra el pueblo, que se eleva mucho más allá del mismo y donde se puede acceder a través de una carretera que ahora, al fijarnos, descubrimos. Más allá del pueblo asciende una pendiente tremenda, una cuesta de 4 km al 10% de media que, según la chica, se suele subir cuando la vuelta a España pasa por allí. A mí me da la risa. No paro de mirar la cuesta y de pensar en las alforjas, la bolsa y la mochila, y me da la risa. Pienso en 4 km al 10% con bicis de 14 kg y con un peso extra de otros 5 o 6, y me da la risa. El sol ya había empezado a calentar y nos habíamos deshecho de los paravientos, así que me imaginaba lo que íbamos a sudar subiendo tamaña pendiente. Preguntamos por el segundo pase para ver la cueva, y la chica nos dice que a las 16:30. Tenemos tiempo de hacer otras cosas antes. Las discutimos, y al final la decisión es salomónica. Vamos hasta Cabra que está a unos 13 kilómetros, comemos allí, volvemos y subimos a ver la cueva, volvemos por la vía verde para atrás hacia Alcaudete, y de allí a Castillo de Locubín. En total, hoy nos saldrían 132 km si sólo llegábamos a Cabra (a unos 15 km del final de la segunda vía verde), y no era cuestión de hacer muchos más si teníamos pensado subir el cuestón. Dicho y hecho, nos vamos para Cabra, descubro que mi cubierta está reventada y tengo que comprar dos, una para cada rueda, comemos allí, pero al final, nos dan las 16:30 en el pueblo. No hay cueva de los murciélagos ni subida espectacular. En fin, a pesar de eso la jornada no va a estar mal con los 132 km. En el camino de vuelta vemos a un pastor con un chivo recién nacido en sus manos. Nos paramos a hablar con él y, sorpresa, otra cabra pare delante de nosotros. Ya habíamos hecho otra cosa memorable hoy. La vuelta a Alcaudete tampoco tiene mucho que destacar como ocurriera en la ida. Tan sólo dos detalles. El primero, intento ponerme de pie en la bici cuando nos faltaban 10 km para llegar y veo que las piernas me dan un toque. Llevamos unos 107 km y hemos comido fatal en Cabra. Nos pusieron todo grasa y proteína, y lo que nos hacía falta eran hidratos de carbono, pero no encontramos nada mejor. Lo dicho, con 107 km las piernas parece que me dicen que no intente hacer virguerías porque la jornada dura viene mañana. Le informo a Marcos de la circunstancia y él va más o menos callado. Tiene cara seria y concentrada y va a un ritmo constante que no se altera. Pienso que él también debe ir justo. La tarde va cayendo y ya nos alumbran los últimos rayos del sol, esos que hacen una curva sobre las montañas para ayudar a gente inconsciente como nosotros que a todos sitios llegamos tarde. De pronto una cuesta no muy pronunciada, pero respetable para la paliza que llevábamos donde se produce la segunda eventualidad destacable. A Marcos le pega la que yo estaba esperando que me pegase a mí. Se queda vacío y le da la pájara. Eso es lo peor porque ya no hay manera de recuperarse y además me preocupa el hecho de que mañana sea la jornada dura. No es fácil sufrir una pájara y estar bien al día siguiente. Llegamos tortuosamente al cruce que nos lleva a Alcaudete, y ahí aprovechamos para ponernos el aparataje nocturno puesto que se hacía de noche. En esto que ocurre la circunstancia de la jornada. Vemos a una pareja en bici y les preguntamos dónde van (amigabilidad ciclista). Hablamos con ellos y nos informan que lo que nos queda de aquí a Castillo de Locubín, unos 20 km, está plagado de cuestones por una carretera peligrosa. Nosotros nos miramos y nos reimos por no llorar delante de la gente, y de repente se produjo el milagro, la buena acción, la visita de Dios para ayudar a los ciclistas. David y Mireya, así se llamaba la pareja, nos ofrecen subirnos a Alcaudete para quitarnos 4 km de cuestas. Llevan la furgoneta del pan del padre de David, el panadero del pueblo, y allí caben las cuatro bicis y nosotros cuatro. Marcos, sorprendentemente, pone un poco de cara de duda, pero al final les decimos que sí porque nos harían un favor grandísimo. En ese momento llevábamos 117 km, Marcos estaba ya con la pájara y a mí estaba a punto de darme (sin duda lo habría hecho en una de esas subidas). Nos montamos en la furgoneta haciendo contorsionismo y comienza la ascensión. Ángeles venidos del cielo eran. Lo que nos quitaron de encima. Ya en noche cerrada comprobamos que la carretera era malísima (por el tráfico y la ausencia de arcén) y que las cuestas eran continuas y nada desdeñables. La conversación, su bondad infinita o nuestra cara de derrotados completaron el favor. David y Mireya nos acercaron los 20 km que nos faltaban hasta Castillo de Locubín. Gracias porque habríamos sido devorados por el lobo y la hiena que vimos en la primera jornada. El hostal en Castillo de Locubín precioso, pero al día siguiente nos quedaba la jornada dura.

Green Andalus Reduced. Capítulo 1: Perdidos en la sierra de noche.

Como ya sabéis, del 18 al 20 de marzo Marcos y yo hemos intentado hacer una ruta que había bautizado como Green Andalus. La idea era recorrer en su extensión completa el cuerpo de dos vías verdes (Vía verde del Aceite I en Jaén, y Vía ver de la Subbética en Córdona), pero debido a distintas circunstancias, los planes se fueron metamorfoseando hasta que al final hubimos de respetar apenas la salida y la llegada por pura necesidad. Paso a relataros lo que ha sido la experiencia. SALIDA: Después de un viaje placentero en que vimos a La Mancha más verde de los últimos años, rompemos la barrera de Sierra Morena para caer en un picado suave hacia Jaén capital. La carretera que nos servía de camino de ladrillos amarillos se enfrenta de golpe con la Sierra Sur de Jaén, un escollo desconocido de la geografía española que muestra claramente el papel de la política en la ciencia, y, a su vez, la relativa relevancia de la ciencia en la educación. Marcos y yo confundidos. Parecía Sierra Nevada por lo imponente de las rocas, pero en cuarenta minutos dimos con la respuesta. El coche pasa a Jaén con nosotros dentro y, tras varias preguntas a los viandantes, encontramos el comienzo de la Vía Verde Jiennense aderezada de un acento absolutamente local. 7:00 PM. El sol se roza con una montaña que está justo enfrente de nosotros. No es muy inteligente empezar una ruta de 50 km cuando el sol se está poniendo, pero no podemos estar toda la vida con el mismo concepto de inteligencia. Foto de rigor junto al punto de partida, vamos allá. El camino está asfaltado, agradable sorpresa. Vemos la distancia que vamos recorriendo cada medio kilómetro en pequeños carteles indicadores. En el kilómetro 8 compartimos un tramo de vía con una furgoneta que nos adelanta. Las alforjas le pesan a Marcos aunque está acostumbrado. La bolsa cúbica que llevaba en mi manillar y mi mochila me pesan a mí. Estoy menos acostumbrado, pero él me dice que con el tiempo y los kilómetros al final esos hándicaps físicos se vuelven invisibles. Espero que sí. Continuamos por ese kilómetro 8. Me doy cuenta que el presupuesto para sembrar la vía de carteles marcando los puntos kilométricos se ha acabado. Continuamos a pesar de ello hasta llegar a una bifurcación donde el cartel que debía mostrar una flecha indicando el camino había desaparecido. Allí estaba su palo enhiesto y firme clavado contra un pobre césped rodeado de olivares. Entre tanto, la bifurcación continuaba abierta y no parecía tener intención de fundirse en un único camino inconfundible. Nuestra decisión se basó en las características del firme y en el desnivel. Lo lógico es que la vía continuase asfaltada y que el desnivel fuese nimio puesto que por allí, originariamente, habría de pasar un tren ahora fantasma. Tomamos el camino de la izquierda. Error. Simplemente nos conduce junto a la autovía. y hay cuestas insalvables para un tren. Nos hemos alejado bastante de la bifurcación y la otra opción se aleja hacia el norte. Decidimos ir en busca de esa segunda vía atravesando un campo de olivos, compañero de viaje hasta el final, tristemente porque siega cualquier estética del paisaje. Al llegar a la otra vía, el sol parece tener prisa y se resbala patosa pero fulminantemente tras una de las tantas montañas que nos tenían acorralados. Encendemos nuestro aparataje nocturno. No nos falta iluminación en ningún momento. Yo esta vez he acertado con la linterna. Marcos conserva la misma de la última vez, que nos salvó en los túneles de la Jara. Tomamos el nuevo camino, también asfaltado, e igualemente carente de señalización. En principio, la pendiente parecía extraña para un tren, pero si sólo había dos opciones y esta era la segunda, debía ser la buena. Continuamos con la noche cerrada y sin ver más allá de la luz de nuestros focos. Apenas unos fotones rebotados de la luna o vaya usted a saber de dónde nos permitía vislumbrar someramente el perfil de lo que nos caía encima. Apenas unos kilómentros y subiendo cuestas con pendientes importantes y aparece a lo lejos un Todoterreno. Le hacemos señas, reduce la velocidad, lleva la luz interior encendida y eso nos permite ver que es un hombre de unos 50 años quien conduce junto a la que presuntamente podía ser su mujer. Al pasar junto a nosotros, lejos de pararse, continúa su camino dejándonos estupefactos y con un cabreo de dimensiones colosales. Continuamos unos cuantos kilómetros. Una cuesta de casi un kilómetro muy empinada me termina de decir, y me imagino que a Marcos también, que no es este el trayecto diseñado para que paso un tren. Termina la cuesta, y sin ver más que el radio que alcanza mi linterna y los pueblos iluminados en la lejanía, enciendo un GPS que le había cogido a mi primo (gracias Juan) por si acaso en algún momento era necesario. Este era el momento necesario porque nos dice claramente que nos hemos desviado varios kilómetro hacia el norte cuando deberíamos estar yendo hacia el oeste. Marcos y yo decidimos volver de nuevo a la bifurcación y pensar desde allí. Habíamos perdido una hora pero por suerte no hacía frío, que era el peor enemigo, junto a la lluvia, que podíamos tener ahora. En el camino de vuelta, dos fieras se nos cruzan en el camino. La primera, un gran perro salvaje (según Marcos) / lobo (según yo). La segunda un pequeño perro salvaje (según Marcos) / hiena (según yo). La fiereza la llevan pintada en el lomo, pero en principio parece que es el cerebro quien les encomienda a actuar de una forma concreta, huyendo. Tras el susto, continuamos. Llegamos tras un rato de cuestas (las que habíamos bajado antes sin darles importancia) a la bifurcación. Yo propongo tomar la primera opción y ver dónde nos lleva. Marcos dice que deberíamos ir al pueblo que teníamos enfrente y pasar allí la noche. Su propuesta me parece más razonable así que le sigo. Atravesamos la autovía que nos separaba del pueblo a través de unos túneles subterráneos, y cuando estamos entrando al mismo, vemos que por encima de nuestras cabezas pasa la vía verde. Nos habíamos equivocado en algún momento y la bifurcación ya estaba fuera de la misma. Una pareja nos dice que en ese pueblo, Torredelcampo, sólo hay un sitio para dormir, la misma cantidad que en el pueblo siguiente, Torredongimeno. Marcos conoce Martos, el tercer pueblo. Preguntamos la distancia y nos dicen que a unos 12 km. Asequible. Cogemos nuestras bicis, y bajo un espectáculo estelar de esos que ya no se pueden ver en las ciudades, recorremos esa distancia hasta Martos, previo pinchazo mío. Renunciamos definitivamente a ir a nuestro destino planificado: Alcaudete. Son las 21:30, llevamos casi 40 kilómetros, y Alcaudete está a 25 km de Martos. La policía nos indica un lugar donde dormir, y el señor de ese lugar, un lugar donde comer. Pizza y rosca de jamón. Nos son carbohidratos puros, pero el hambre sí que lo era, así que fue una opción aceptable. A las 00:00 acostados, y al día siguiente a las 8:00 en pie para desayunar e intentar llegar a las 12:30 a la cueva de los murciélagos en Zuheros, a casi 50 km. de allí. Lo de hoy ha sido un paseo, mañana nos espera una jornada larga que tendremos que cambiar porque salimos 25 km. más atrás de Alcaudete.

El mapa de la ruta lo podéis encontrar aquí.

http://mapas.viasverdes.com/

Es una línea verde que sale de Jaén.

Carrera de La Solana

Este domingo he corrido una carrera de MTB en La Solana donde me he vuelto a reencontar, después de muchos años, con las cicloturistas. Ese tipo de carreras me encantan porque permiten a gente que no coge mucho la bici hacer distancias importantes y además disfrutar de la compañía de otros ciclistas. Sin embargo, este año el aliciente estaba en que había un tramo suelto organizado como una competición. Después de verme las últimas semanas en buena forma, me apetecía probarme contra la gente que corre, así que, apoyado por Mariví y Laura que vinieron a verme, me coloqué en la linea de salida (tras un primer tramo controlado de 50 km.) a esperar a que las burras anduviesen. Hicimos la salida a toda leche, como era de esperar, por un tramo que estaba bien asfaltado. Allí hubo ostias por posicionarse en el grupo delantero y las ruedas se metían debajo de tus codos a la vez que rozabas el manillar ajeno con tu muslo a velocidades no despreciables. Se hizo un abanico enseguida, llevábamos unos 3 km, y yo no conseguía meterme en él porque había un cabrón que no me dejaba, así que, yo encabezaba el segundo abanico casi pegado al culo del que tiraba primero del abanico que me precedía. En un descuido del cabrón, por llamarle de una forma uniforme a lo largo del texto, me colé en su sitio y ya pude ir más a gusto (con la lengua fuera) porque los de adelante me quitaban el aire. De pronto un tío de Almagro salta por mi izquierda con una fuerza increible y se escapa. Vicente, compañero de magisterio hace unos años, encabeza nuestro grupo desde hace un tiempo rascándole bastante, lo que no permite al escapado irse más de 100 metros. De pronto, otro tío, un chavalín, salta por mi izquierda y se pone junto a Vicente a tirar del grupo con una fuerza descomunal. Yo no sé cómo vamos porque sólo veo a los 5 ó 6 que están delante de mí; a esa velocidad y con la gente tan nerviosa cualquiera mira para atrás. Pasamos 5 ó 6 kilómetros, giro a la derecha y nos metemos en un camino que no estaba mal para ir a 20 por hora, pero para ir a 35 y con un tío a cada lado, estaba como para tener mil ojos. El camino deja la linea recta y se orienta hacia tendencias más curvadas. Llevo a más de 180 pulsaciones desde que entramos en el camino y creo que no he visto el pulsómetro a menos de 170 desde que salimos. A pesar de eso, noto que no voy ni vacío ni exhausto. Eso me alegra pero nos quedan todavía 8 km para llegar y no me conozco a estos ritmos. El camino, además de curvarse, se estrecha y se empina hacia las nubes ligeramente, y por si no fuesen suficientes las dificultades impuestas, empiezan a aparecer un montón de piedras de tamaño considerable aderezadas con esquistos semienterrados que sacaban sus afilados cantos visiblemente a la superficie. En la cuesta me di cuenta de dos cosas: una, que se me estaba escapando Vicente, el chavalín y otra persona. Dos, que eran los únicos que se me estaban escapando y que yo iba adelantando a los 3 ó 4 que iban entre ellos y yo y que a mí no me pasaba nadie. Seguía sin mirar para atrás porque no estaba el camino como para quitar los ojos a pesar de que la presión de tener a gente prácticamente sentada en tu bicicleta ya no estaba. Los tres que iban por delante de mí cogieron al escapado de Almagro, e inmediatamente porque yo estaba 20 metros por detrás, le iba a pasar yo. La cuesta, tras la que había una larga bajada en la que podía recuperarme y quizás, debido a mi mayor peso, coger a los 3 de adelante, terminaba en 300 metros aunque yo no lo sabía porque no veía el final. Me dispongo a adelantar al escapado y me pongo de pie en la bici dándole los pisotones que mis piernas todavía me dejaban. El pulsómetro se había abonado a las 182 pulsaciones hacía un rato y seguía ahí sin moverse. No voy a negar que me costó mantener la velocidad en la cuesta (íbamos a toda leche, no os creais que íbamos sentados subiendo a ritmo). Me negaba a quitar el plato así que antes de adelantar subí un piñón. La bici no se agarra bien al suelo, pero al principio pienso que son las piedras y la fuerza de las pedaladas subido sobre las bielas que no se llevan bien, pero cuando oigo un llantazo y cuando oigo un grito desde atrás de un ciclista diciéndome "estás cascado", miro a la rueda para ver si es que, justo en mitad de la carrera y casi en cabeza, la rueda decía adiós. La primera mirada me tranquilizó pero me hizo perder el golpe de pedal en mitad de la cuesta. En esa mirada vi que tras de mí, a unos cuantos metros, venía un grupo de ciclistas dándole también (de los que me había despegado porque íbamos juntos hasta el principio de la cuesta). ¡Otro llantazo! Esto ya si que tenía que ser la rueda. Decido apartarme y tocar la rueda con la mano. Eso supone que los que van detrás me volverán a coger, que los de adelante se irán definitivamente, y que yo perderé el ritmo. Toco la rueda y esta excesivamente deshinflada aunque no floja. Me doy cuenta que una de dos, o le doy aire, o salgo corriendo así, o la cambio. Lo primero implica perder todas las posibilidades de estar adelante, la segunda implica intentar estar pero destrozar la rueda, la tercera implica que se acabó la carrera. Decido destrozar la rueda y me incorporo a la carrera entre el grupo de las personas que iba detrás de mi. Ya no llego en el primero, pero sí en el segundo grupo. No está mal. 10 metros con la bici y la rueda revienta definitivamente. Se acabó la carrera a 300 metros de acabar la cuesta y a 7 km de la meta. No me cabreo. Estaba muy cansado, no vacío pero sí al límite. En parte es un descanso. Medio descanso medio fracaso. Me pongo a arreglar la rueda tranquilamente viendo pasar a la gente que antes no veía porque no podía girar la cabeza. Veo que el grupo de adelante, los que iban detrás de mí, no era muy numeroso, a lo mejor 10 ó 20. A partir de ese grupo, tras un hueco importante, empezaron a llegar más y más ciclistas (200 o 300) en intervalos de tiempo de hasta 10 minutos. Les habíamos metido en 9 km una barbaridad de tiempo. Ahí me di cuenta de que había corrido bien aunque no hubiese podido terminar, así que empecé a alegrarme del papel que había jugado en la carrera. Yo iba con mi pinchazo y la gente seguía pasando. Al final, con Laura preocupada porque no llegaba, llegué a la meta de los últimos pero muy contento. La semana que viene veremos si puedo estar entre los que le meten caña otra vez, pero ahora hasta el final. Lo de ganar lo dejo para dentro de un tiempo porque en comparación con el ganador, otro compañero de Magisterio, el segundo, Vicente, el tercero y el chavalín que creo que llegó cuarto, todavía me falta un punto para aguantar otros tantos km de arreones.